a los 50...

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a los 50... arrugas.

Normalmente, cuando sale este tema todo el mundo da por sentado que una arruga en la piel es fea. Esos pliegues delatan la edad de la persona, el tiempo que lleva viviendo y el camino que ha recorrido hasta el momento en este mundo. Otros se atreven a sugerir que son símbolo de experiencia, como intentando quitar hierro al asunto.

Digamos que soy poco indicado para criticar la coquetería natural de los humanos; a todos nos gusta estar bien físicamente, por propia autoestima y por nuestras relaciones con el entorno. A todos nos gusta que, al intentar adivinar nuestra edad, digan menos años de los que realmente tenemos (pues es símbolo de que nos conservamos bien, ¿no?), a todos nos gusta que se nos valore también por el físico, por qué no. ¡Pero! ¿No es acaso la piel curtida la que nos hace referirnos a una persona como experta en la vida? Porque si nos ponemos a analizar el aspecto externo, la imperfección, sobre todo si la da el tiempo y no el nacimiento, es de una belleza superior a todo aquello que estamos acostumbrados.

Yo quiero tener arrugas en la cara. Las quiero en la frente y junto a los ojos, pues evidenciarán que he visto tantas cosas increíbles en esta vida que me han hecho entrecerrar los ojos, que se me ha quedado el gesto grabado en la faz. Quiero otras sobre el tabique nasal, por haber adoptado demasiadas veces el gesto de maliciosa duda. Quiero una piel curtida por el frío de Barcelona y el calor de Huelva, por el viento marino del Mediterráneo y el Atlántico, por el sudor frío de los nervios al enfrentarme a un nuevo proyecto. Y ante todo, deseo con todas mis fuerzas esos pliegues que se forman bajo la nariz y a los lados de la comisura de los labios, por haberme reído en esta vida hasta de la muerte.

La idea de la eterna juventud es para niños adultos; yo quiero la eternidad mientras viva.






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